sábado, 3 de diciembre de 2011

Precipitarse

Es algo que me encanta. Precipitarme. Saltar al vacío sin saber que hay abajo, a quién me llevaré por delante... Y claro, cuanto más te precipitas, más fuerte es luego el golpe.

Y yo eso no lo puedo evitar, no tengo paciencia para asomarme al borde del precipicio y ver lo alto que es... directamente salto. Es curioso, sin embargo, el hecho de que encontrarte ingrávido en el vacío, en la incertidumbre más absoluta, es fascinante. El corazón te late a mil por hora, puedes volar y puedes imaginarte que ahí abajo, en el fondo, te espera un colchón de plumas.
Pero a veces no es así. No. Hay veces en las que lo único que te espera abajo es el frío suelo, tan sólido, tan contundente.

Supongo que pensaréis que de tantas veces que me he caído algo tengo que haber aprendido, ¿no? Por suerte (o por desgracia),  yo soy yo, y yo nunca aprendo, aunque sí me haga más fuerte.

Y es que, ¿qué le voy a hacer, si me encanta precipitarme?

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