sábado, 14 de noviembre de 2009

La felicidad perdida

Carlos se despertó aquella mañana con una modorra que le invadía y le obligaba a meterse en la cama de nuevo, pero no podía. Tenía por costumbre y obligación visitar todas las mañanas la tumba de su difunta mujer, Claudia, que había muerto en un horrible accidente en una sauna. Cada mañana, a la misma hora, las nueve y media, Carlos conducía veinte kilómetros para ir al cementerio de San Lucero de las bendiciones, donde reposba junto a un centenar de cadáveres el cuerpo de su Claudia. Siempre llevaba una orquídea para dejarla en la tumba, sustituyéndola por la anterior y, durante una hora, la rememoraba en silencio. Recordaba de ella cada detalle, cada mechón de cabello, sus ojos, sus labios, sus manos... No quería olvidarse de ella. Después de dejar el cementerio, iba a un solitario parque a veinte minutos en coche. Recorría ese parque cada día, día tras día, de la misma manera que iba al cementerio. Iba por el mismo camino por el que solía ir con Claudia, sentándose en cada banco, recordando cada momento juntos. Todo eso, ya perdido, le comía las entrañas y le asfixiaba sin dejarle vivir, al menos no en paz. Numerosas veces se preguntaba porqué le había tenido que pasar esto a él, porque a su Claudia, ¿por qué? No era justo. Hoy en día, nada es justo. ¿Qué había echo él? Se preguntaba. Él, que había sido la mejor persona del mundo y su Claudia, la mujer más bella, agradable, generosa y simpática que había visto en su vida sufrían la desgracia de perdese mutuamente. La vida para Carlos ya no tenía sentido. Deseaba morir para reunirse con su Claudia, o, al menos, para dejar de existir y no sufrir más. Pero tendría que esperar a que el tiempo, los años y, si Dios quería, la suerte, se llevaran su alma traspasada por el dolor de la pérdida de su único amor verdadero.

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