martes, 17 de noviembre de 2009

La muerte roja. No el de Edgar Allan Poe

La gente se despertaba extrañada y conmocionada aquella mañana de viernes al sonido de la corneta que indicaba la evacuación inmediata del puerto. Antonio se despertó conmocionado y vió a la gente, asustada, sin saber que hacer o dónde ir. Las madres, a medio vestir, iban con sus hijos, llorando y gritando desconcertadas. Los hombres, aún en pijama, preparaban los fusiles y tomaban posiciones en el fuerte que protegía la colonia española. Antonio, ya que tenía diecisiete años, escapó por poco de proteger la colonia. En el horizonte, mar adentro, se empezaba a ver desde la playa un barco de velas rojas que se acercaba rápidamente con una escalofriante bandera negra que lucía de fondo una gran estrella, también, roja, de cinco puntas apoyada sobre un vértice. La gente gritaba horrorizada ante lo que les esperaba. Todo el mundo sabía lo que aquello significaba. Ningún barco, que Antonio recordara, viajaba seguro en todo el océano sabiendo que estaba cerca la muerte roja. Antonio se sabía de memoria las historias acerca de aquel sanguinario grupo de piratas, y ahora, las historias que su abuela, que en paz descanse, le contaba cuando se portaban mal, se estaban haciendo una realidad. Después de lo que a los colonos se les antojó una eternidad, sonó un ruido harto estridente, sordo, que retumbaba en la lejanía. A los pocos segundos, o eso le pareció a Antonio, se oyó un sonido de colisión y después uno de derrumbamiento. La gente corría en todas direcciones. Aquello era un aunténtico caos. Un segundo sonido le llegó, ahora desde más cerca, y después un grito que no era el de los colonos, si no unos gritos desgarradores que emanaban odio e inundaban tu mente impidiéndote pensar que otra cosa que no fuera que provocaba tal odio. Antonio vió, horrorizado, desde la playa, escondido tras un seto, como los piratas, desembarcaban con trabucos y espadas. Corriendo fueron hacia el centro del pueblo, donde, al parecer, estaban robando, saqueando, matándo y secuestrando a las mujeres para fines del todo desagradables. En aquel momento Antonio se alegró enormemente de no estar allí, pero sentía una pena infinita por la gente que estaba sufriendo el ataque. Pensó en su perro. ¿Qué habrí sido de él? Sus ojos se anegaron en lágrimas y, sin querer, profirió un leve sollozo. Se asustó. Se escondió tumbado totalmente en el suelo y esperó que nadie que anduviera por allí le hubiera oído. ¿No lo había hecho tan alto, o sí? Espero, pero nadie venía, cuando se fué a incorporar de nuevo, algo apareció antes sus narices, a través del seto. Un pirata. Un asqueroso pirata al que le faltaba un ojo sembrado de cicatrices. -Adiós-dijo el pirata con una sonrisa diabólica en su mirada, y, con una estocada mortal, le mató.

No hay comentarios:

Publicar un comentario